viernes, 21 de agosto de 2009

C

Había sido un mal día para él. Uno de esos día en que uno necesita desahogarse, escupir lo que lleva dentro pero inexplicablemente, las palabras no salen y la hoja de su libreta en blanco lo confirma. Se levantó de aquella vieja silla de madera que tantas horas al año se esforzaba en darle dolores de espalda y empezó a dar vueltas en el angosto espacio de su cuarto, que a parte del cuartucho del baño y la pequeña cocina, constituía su diminuto y destartalado hogar. Caminó hacia la ventana y la abrió, en sus reducidas dimensiones, lo máximo que pudo. Ignorando la vistas de la fachada de ladrillos grises que se erguía a un metro de distancia, se tumbó en el suelo y cerró los ojos, centrándose en el sonido de la ciudad lluviosa que llegaba a sus oídos.
No, las palabras no llegaban.
Entumecido tras pasar un rato con el cuerpo en el suelo, se rindió y metiendo su pequeña libreta en el bolsillo de su abrigo, se dispuso a respirar un poco de ciudad más de cerca. Como siempre, no pasaba de la segunda manzana cuando la humedad le había calado las prendas y no tuvo más remedio que refugiarse en la cafetería de la esquina, en la que solía acabar tan a menudo.
Se sentó en la misma mesa de siempre, la del rincón, que por una extraña razón siempre encontraba vacía y pidió su taza de leche caliente y un bollo.
La oscuridad propia de las seis de la tarde empezaba a cernirse sobre las calles mojadas de aquel invierno. Las palabras no llegaban.
Sonó una campanita que se encontraba encima de la entrada de la cafetería, que avisaba de la llegada de nuevos clientes. Una mujer joven, embutida en una gabardina beige se acercaba a una de las mesitas centrales, en donde, después de pedir su café y atusarse la melena oscura que caía por sus hombros, sacó un libro y se enfrascó en él.
Conocía su silueta de memoria, era una de las clientas de costumbre desde hacía unos meses y para él, una conocida de siempre, de la que ni siquiera conocía su nombre. Se quedó un instante observando como aquella bonita mujer seguía con ojos vivos su novela; levantaba cuidadosamente una pierna para cambiar de posición y con un gracioso movimiento, del que apenas parecía ser consciente, la colocaba encima de la otra. Alzaba una mano y despacio, la pasaba por un mechón de pelo, casi acariciándolo y dejándolo sujeto detrás de una oreja.
Después de pasar un rato bebiendo de aquella imagen, las palabras salieron.
Sacó su libreta del bolsillo y por fin, comenzó escribir, sin pausa, parándose apenas en algunos instantes para alzar la vista y comprobar que la bonita mujer seguía allí, en el centro de la sala. El bolígrafo se movía solo, no podía evitarlo, era una sensación que ya conocía. Todo lo que necesitaba escupir fue saliendo, poco a poco pero sin duda, con detalle, concentrado en desahogarse de todo aquello que le había estado aplastando durante el día.
Dos horas después, la mujer se levantaba. Habiendo cerrado su novela, y pagado el café, la gabardina beige volvía a envolverla mientras caminaba con paso decidido hacia la puerta. Junto a esta recogió un pequeño paraguas y, sin girar la vista atrás, salió, enfrentándose a la lluvia con lo que a él le pareció, el semblante de una mujer valiente.
Había terminado de escribir. Se quedó mirando a su nueva creación, de tres páginas de largo. Las arrancó y se las guardó en el bolsillo contrario al de la libreta. Levantándose satisfecho con lo que había hecho, pagó y se fue, volviendo a su diminuto y destartalado hogar.
Por el camino, decidíó guardar aquellas tres hojas en la caja en donde se encontraba el resto de cartas que había escrito durante los últimos meses en aquella cafetería. ¿Cartas de amor? Sí, amor, fracaso, rabia, odio. Todo aquello que guardaba dentro y que necesitaba echar fuera, pero para lo que nunca encontraba palabras. El fracaso de haber acabado en donde estaba, sin expectativas. La rabia de no encontrar una salida al laberinto en el que lo había encerrado la vida. El odio a sí mismo por no molestarse en intentar hacer nada para deshacerse de él.
Pero sí, en el fondo amor. El amor por aquella musa que le había traído las palabras que no había sido quién de encontrar solo. Aquella musa a la que confesaba secretamente su amor, sus ambiciones, sus manías y su presente. Aquella para la que seguiría siendo nadie, por el absurdo y terrorífico miedo a perderla y perder con ella las palabras que lo mantenían a flote.

1 comentario:

  1. Me impresionas nena, tu manera de escribir es bellísima!! me imaginé cada palabra, pude oler incluso el bollito de pan!! Me encantó!!

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